miércoles, 28 de enero de 2009
Más advertencias del bibliotecario
martes, 27 de enero de 2009
Los políticos y los filósofos
A punto ya de retirarse de su cátedra en el Instituto de Tecnología Aplicada, don Bernardino Roig oyó algunos comentarios acerca de ciertos políticos que, según parecía, auguraban tiempos agitados.
Se acordó, hombre como era sumido en lo más gris de la historia, de otros cambios y de otros políticos, y recordó también, con un cierto aire de desgana, todo hay que decirlo, que también entonces ---en un entonces que a lo mejor tenía un principio muy lejano--- hubo intenciones y proclamas y que las gentes se prometían una vida mejor y una existencia más fácil. Y recordó cómo algunos idealistas, acérrimos defensores de lo nuevo, acabaron defenestrados y sucumbiendo.
Por eso, arrastrando algún achaque, volvió la vista a sus libros. Los ordenó y cayó en una lectura del todo olvidada. Decía un filósofo tenido por bueno que los hombres, todos los hombres sin excepción, nacían dotados para el bien, pero que las costumbres y los otros hombres, malignos, conseguían romper esta bondad inicial y los convertían en perversos. Claro que semejante hipótesis no le interesó, pero descubrió con asombro que sí le había interesado. Releyó, no sin miedo, sus propias notas y percibió, escandalizado, que él mismo creyó en el buen filósofo. ¿Qué hacer? ---se preguntó. Y procuró no recordar, y el olvido le llevó a no hacérsele presente aquella vez que, imbuido de ideas similares, había dado por malos algunos planteamientos opuestos.
Bondadoso el sueño que le hizo dormir aquella noche sin la fenomenal crisis que sin duda le habría producido un instante más de recuerdo.
martes, 20 de enero de 2009
Gilgamesh
A punto ya de retirarse de su cátedra en el Instituto de Tecnología Aplicada, don Bernardino Roig cometió la temeridad de oír la radio y, además, de hacerle caso. Oyó que de un país de poetas eminentes nada más se decían calumnias y tropelías. Y supo que aquéllos que aparentaban saber lo que decían, con seguridad jamás habían leído a ninguno de los poetas que don Bernardino, en su desatino, todavía amaba.
---¿Era aceptable que alguien se llene la boca de razones y, no obstante, no haya leído o no conozca a los poetas de un país? ---se preguntaba, quejoso.
No cabía en su cabeza, tan vieja, que los poetas, desnudos o místicos, nada supusieran para los que después tanto habían de saber de ese país.
Como otras veces, don Bernardino ocultó su tristeza en la biblioteca. Allí, acaso de manera descuidada, dio con un tomo de Las mil y una noches, pero se negó a abrirlo. Después, también de manera involuntaria, se acordó de Sumer, de Uruq, de Asiria, de Nínive, de Babilonia, de los magos caldeos, de la invención de la escritura, del primer calendario, se acordó de Hamurabi y buscó, no sin azoro, un Gilgamesh que con preciosista encuadernación dejaba saber las andanzas de aquel héroe en pos de la inmortalidad, ambición ésta que, por desordenada, le condujo a rechazar los lazos amorosos de Astarté, diosa venturosa, diosa del amor, pero diosa vengativa. Recordó don Bernardino como Gilgamesh había sufrido el oprobio viendo morir a su amigo Enquido, el mismo que le ayudó, en federación nada desdeñable, a desollar al monstruo, a la bestia que se ocultaba, artera, en el bosque de cedros. No obstante, Astarté, en venganza por haber sido repudiada del lecho de Gilgamesh, opta por dar muerte a Enquido. Lucha y se revuelve el héroe para ayudar al amigo, mas nada se puede hacer. Entonces, y don Bernardino vertía ya unas lagrimillas vanas, se decide éste a buscar la inmortalidad y, tras largos trabajos, consigue arrancarla en forma de sutil alga del fondo de las aguas. Contento, y pensando que había vencido al imposible, se dispone al regreso, pero es ahora cuando una sierpe marina ---¡siempre una sierpe!--- se la arrebata.
Dice alguno que lo vio que don Bernardino, hombre en verdad anticuado, sintió dentro de sí la mordedura de la sierpe y se quedó sobrecogido, sin decir palabra, sin oír tampoco los elaborados comentarios de los que acerca de Iraq se extienden, ignorando, con suprema naturalidad, la esencia misma de la leyenda de ese Gilgamesh también herido.
martes, 13 de enero de 2009
A modo de resuelta presentación
A modo de resuelta presentación
Señorías, ya comprendo que, a poco que se mire, defenderían la facilidad que da el conocer, y más al autor de estas rayas. Mas, ruego disculpen el trato, que en no intimando, prefiero ser cauto y no desafiar política ni hurtar mesura. Tengan por cierto que las premuras a las que me veo sometido no dejan sitio para mayores presentaciones.
Sepan, al menos, que de momento me llamo Joan Gabriel Llovet, y que quiero antepongan el don a la familiaridad que da la llaneza, y no sólo por la distancia —cuando esto escribo, acaban los primeros días de 1715—, sino también por el mérito, pues han de entender que soy desde hace muchos años bibliotecario de
Percibo que guardan, en este momento, alguna aprensión. No es para menos, sin embargo, quiebren reservas, dejen en suspenso templanzas y vénganse a mi compañía. No se arrepentirán. No obstante, ya les digo que aquéllos que sientan inseguridad o agitación, harán bien en buscar otros derroteros desde este momento, ¿para qué herirse o perjudicarse?
Resuelta la entradilla, y advertida la advertencia, los que sí gustaren del aire frío y del conocimiento que da lo incógnito, acérquense a estrado, pónganse a bien con Dios y anden callados, que empiezo a deshacer la madeja.
jueves, 8 de enero de 2009
miércoles, 7 de enero de 2009
lunes, 5 de enero de 2009
Sobre los personajes
Imagen de don Bernardino
Buscan algunos, inquietos, pintura o fotografía o artefacto semejante de don Bernardino. No vivan preocupados ni se muestren efusivos, el ilustre se guardó muy mucho de dar perfiles, dispensar alumbres, ceder efigies o dejar símbolos, pues no quiso conceder a la humanidad la torería de atravesar el pretérito. Fue hombre acaecido y no retrospectivo, y aunque sació a muchos con sus decires y preñadas opiniones, y no dejó, valga que aquí se apunte, títere con cabeza, tampoco persiguió meter miedo, y fue menos lo que hubiera sido más si, entre sus luces, hubiera quedado el regalo de la estampa. Tampoco hay que echárselo a la cara, ya se ha dicho que era gente de una época, y no buscaba trascender, por más que anduvo atizando lo suyo. Perdónesele.
Con su permiso
Leyendo a don Jon Juaristi
Yo me la llevé a la playa la noche de Aberri Eguna, pero tenía marido y era de Herri Batasuna.Hace el cuento a la lectura de La caza salvaje, novela con la que el bilbaíno se hizo con el Azorín de 2007. —¡Qué tremendo ese cura Martín Abadía, siempre dispuesto a ser el mejor y a estar en todas partes! —pensaba don Bernardino— ¡Y qué capaz de olvidar los momentos que le son en exceso desapacibles! Es la novela de un filólogo, desde luego, donde no caben los hilos sueltos, punto arriesgado, también es ley decirlo, porque a veces se convierte en un tratado de vanas curiosidades, aunque resulta apasionante la circulación de seres que siempre cabalgan en los mismos jamelgos, a pesar de las circunstancias. Y ese final, trasunto unamuniano, deuda que resuma todo el texto, acrobacia que un don Miguel resolvió para la posteridad y que sigue viva. —Léandlo —aconsejaba después don Bernardino a sus discípulos—, léanlo y vean si se puede escribir respondiendo al eco de la auténtica literatura, porque, señores, todo es eco en La caza salvaje, todo, hasta ese remedo de lengua arcaica que usa un hispanista esloveno metido a truchimán de la hueste yugoslava. Aquella noche, cerrada la lectura, don Bernardino se fue a dormir templado, y se dice que durmió hasta el alba, señoreado por el perfil escaso y abrupto del cura Abadia, encerrado en su oquedad.